HISTORIA DE UN MAESTRO QUE LOGRÓ UNA
AUTÉNTICA PEDAGOGÍA DE LA COMUNICACIÓN
(Escrita por Mario Kaplún)
Año 1924.
Sur de Francia. En un pueblecito de los Alpes Marítimos llamado Bar-sur-Loup,
un joven maestro de escuela, Célestin Freinet, se enfrenta a un problema que
para él presenta tres aristas
de las que no se sabría decir cuál es la más
filosa. Ante todo, está profundamente convencido de que es preciso cambiar de
raíz el sistema educativo al que sus alumnos —y él mismo— se hallan sometidos.
Esa enseñanza memorística, mecánica, represiva, divorciada de la vida, que
«deja a los niños en una actitud pasiva y amorfa», sólo engendra fracasos.
Su
situación se hace más ardua porque en esa relegada escuela de pueblo pobre hay
sólo dos salones y dos únicos maestros para todos los cursos escolares:
así, él tiene que enseñar simultáneamente a alumnos —más de cuarenta— de varios
niveles. ¿Cómo multiplicarse y atender a todos a la vez? Y aún viene a sumarse
una tercera adversidad: su quebrantada salud. Soldado en la Primera Guerra
Mundial, ha sufrido una herida de pulmón.-
Sus
dificultades respiratorias y de voz no le permiten dar la lección como los
maestros
tradicionales. Al cabo de una media hora de esforzarse dictando clase, tiene que salir corriendo del aula porque se ahoga, le falta el aire, los accesos de tos se hacen indominables. Y, como él mismo se pregunta angustiado, «¿qué se puede hacer en una clase cuando no es posible explicar lecciones? No se puede hacer ejercicios de lectura todo el tiempo o poner a todos a copiar oraciones o a escribir números en un cuaderno»: eso sólo sirve para aburrirlos mortalmente y hacerles odiar la escuela, nunca para educarlos. Así, Freinet sentía «la necesidad imperiosa de hallar nuevas soluciones, válidas para sus limitaciones físicas y válidas para los niños»: era preciso encontrarles algo qué hacer pero que fuera un QUEHACER educativamente productivo; descubrir una manera inédita de trabajar con ellos para que no dependieran sólo de sus vedadas lecciones ni necesitaran tanto de la asistencia permanente de un maestro que se encontraba tan condicionado para proporcionársela.
tradicionales. Al cabo de una media hora de esforzarse dictando clase, tiene que salir corriendo del aula porque se ahoga, le falta el aire, los accesos de tos se hacen indominables. Y, como él mismo se pregunta angustiado, «¿qué se puede hacer en una clase cuando no es posible explicar lecciones? No se puede hacer ejercicios de lectura todo el tiempo o poner a todos a copiar oraciones o a escribir números en un cuaderno»: eso sólo sirve para aburrirlos mortalmente y hacerles odiar la escuela, nunca para educarlos. Así, Freinet sentía «la necesidad imperiosa de hallar nuevas soluciones, válidas para sus limitaciones físicas y válidas para los niños»: era preciso encontrarles algo qué hacer pero que fuera un QUEHACER educativamente productivo; descubrir una manera inédita de trabajar con ellos para que no dependieran sólo de sus vedadas lecciones ni necesitaran tanto de la asistencia permanente de un maestro que se encontraba tan condicionado para proporcionársela.
Descubre
a los ideólogos de la «escuela activa» y su hallazgo le infunde esperanza. Lee
con entusiasmo a los pedagogos de esta nueva corriente y vibra con sus
planteamientos renovadores: allí debe estar el embrión de la respuesta que
tanto le urge. Se entera de que habrá un encuentro de ellos en Ginebra y empeña
hasta el último céntimo de su escuálido sueldo para asistir. Regresa
decepcionado: les ha visto desplegar un conjunto de recursos muy brillantes —como
pudieran ser hoy el empleo de los equipos de vídeo o de los ordenadores— pero
sofisticados y prohibitivamente caros. A esos grandes maestros pareciera
tenerles sin cuidado el contexto social y económico que sus métodos innovadores
implican; no parecen percibir siquiera que esa «escuela activa» que predican es
sólo para ricos, para unos pocos privilegiados, e imposible de transferir a la
enseñanza pública. Tendrá que proseguir su búsqueda solo, por otros rumbos. Las
soluciones que necesita tienen que ser acordes con la realidad de la que él
llama escuela proletaria (hoy diríamos «educación popular»). Sigue
buscando incansablemente, da vuelta a sus ideas. Hasta que, finalmente, al
hojear un catálogo de ventas por correo, la oferta de una novedosa imprenta
manual —sencilla, elemental, relativamente barata, manejable por los niños— le
lleva a vislumbrar y ensayar una salida: introducir en la clase un
medio de comunicación. Con sus magros ahorros compra la mini-imprenta, la instala en medio del salón y la pone a disposición de los alumnos. Implanta en el aula el periódico escolar; pero no entendido —como suele ser puesto en marcha en nuestros días— como mera «actividad complementaria», «extracurricular», sino como el eje central, como el motor del proceso educativo. El salón de clase se transformó de manera permanente en sala de redacción del periódico a la vez que en taller de composición e impresión.
medio de comunicación. Con sus magros ahorros compra la mini-imprenta, la instala en medio del salón y la pone a disposición de los alumnos. Implanta en el aula el periódico escolar; pero no entendido —como suele ser puesto en marcha en nuestros días— como mera «actividad complementaria», «extracurricular», sino como el eje central, como el motor del proceso educativo. El salón de clase se transformó de manera permanente en sala de redacción del periódico a la vez que en taller de composición e impresión.
El
cuaderno escolar individual quedó abolido. Todo cuanto los niños aprendían,
todo cuanto investigaban, reflexionaban, sentían y vivían lo volcaban en las
páginas de su periódico, enteramente redactado, ilustrado, maquetado e impreso
por ellos 1. Obviamente, ahora sí, todos los niños estaban activos y ocupados: unos
redactando, otros componiendo o imprimiendo. Pero fue algo más que una solución
al problema del quehacer. Aquel medio de comunicación cambió toda la dinámica
de la enseñanza-aprendizaje. Los pequeños periodistas aprendían realmente a
redactar para expresar sus ideas; a estudiar e investigar de verdad porque
ahora tenían una motivación y un estímulo para hacerlo: ese conocimiento que
producían ya no era para cumplir una obligación —la clásica «tarea» o «deber»
escolar— ni para registrarlo en un cuaderno individual —donde yacería perdido y
muerto y sólo sería leído por el maestro para corregirlo y calificarlo— sino
para publicarlo, comunicarlo, compartirlo: con los compañeros, con los padres,
con los vecinos del pueblo.
Así
incentivados, los chicos se sumergieron en la realidad: para procurar datos a
fin de ampliar sus artículos periodísticos y asegurar su exactitud, salían, por
propia iniciativa, a hacer entrevistas, encuestas, observaciones, mediciones,
cálculos... Había una exigencia —y no era, por cierto de la autoridad del
maestro ni de la sanción de la nota de donde ésta emanaba—: las informaciones
tenían que ser correctas y verificadas puesto que iban a circular por todo el
pueblo. Ahí estaba, pues, el colectivo de redacción, formado por todos los
compañeros, para discutir los artículos y demandarles claridad, precisión y
rigor. Al mismo tiempo, se interesaron por leer la prensa grande y analizar las
noticias. La colección del periódico escolar se fue haciendo memoria colectiva
del grupo, registro de su proceso de descubrimiento y de sus avances en la
producción de conocimiento.
De
adquisición individual, el saber pasó a transformarse en construcción colectiva,
en
PRODUCTO SOCIAL, según lo designó Freinet. La fermentadora experiencia pedagógica halla su culminación cuando otros maestros de Francia, enterados de la innovación, piden al colega del sur que les envíe ejemplares de su periódico y hacen la prueba de darlo a leer a sus alumnos. «Jamás mis chicos habían estado tan interesados en una lectura... Bebían las palabras, devoraban el periódico con avidez», escribe un maestro de Bretaña. Estos docentes, entonces, se resuelven a seguir la senda abierta por Freinet: le piden asesoramiento técnico, adquieren ellos también sus mini-imprentas y los periódicos escolares empiezan a multiplicarse en distintas escuelas públicas de Francia, todas ellas pobres y relegadas.
PRODUCTO SOCIAL, según lo designó Freinet. La fermentadora experiencia pedagógica halla su culminación cuando otros maestros de Francia, enterados de la innovación, piden al colega del sur que les envíe ejemplares de su periódico y hacen la prueba de darlo a leer a sus alumnos. «Jamás mis chicos habían estado tan interesados en una lectura... Bebían las palabras, devoraban el periódico con avidez», escribe un maestro de Bretaña. Estos docentes, entonces, se resuelven a seguir la senda abierta por Freinet: le piden asesoramiento técnico, adquieren ellos también sus mini-imprentas y los periódicos escolares empiezan a multiplicarse en distintas escuelas públicas de Francia, todas ellas pobres y relegadas.
Acontece
algo de mayor impacto aún: entran en cadena. Se establece el intercambio de
periódicos escolares, la red de corresponsales, el diálogo a distancia. En
respuesta a su envío, los chicos provenzales de St. Paul reciben a la vez las
crónicas de los bretones de Trégunc. Ese día, el entusiasmo es desbordante:
«Tenemos que editar un número de nuestro periódico para ellos: informarles
bien, explicarles cómo vivimos, qué comemos, cómo trabajamos el campo, qué
cosechamos, qué fabricamos, qué árboles hay, qué tipos de animales, cómo nos
divertimos, qué fiestas y costumbres tenemos». Casi sin que el maestro Freinet
deba intervenir, se organizan, se reparten tareas y se lanzan a la calle a
ampliar datos, a entrevistar a los granjeros y a los artesanos; a exhumar
documentos en el archivo municipal; a trazar planos del pueblo y mapas de los
campos y los montes circundantes; a conversar con los abuelos para rescatar y
reconstruir la historia y las tradiciones del lugar...
A su
vez, las redacciones que, en retribución, reciben de sus corresponsales bretones
—hijos de pescadores— vienen a ensanchar sus propios horizontes: los niños
montañeses se familiarizan con el mar, con los barcos, con las redes pesqueras,
con los peces y las aves marinas.
»EL
NIÑO TIENE QUE ESCRIBIR PARA SER LEÍDO —por el maestro, por sus "compañeros,
por sus padres, por sus vecinos— y para que el texto pueda ser difundido por
medio de la imprenta y puesto así al alcance de los comunicantes que lo lean,
desde los más cercanos a los más alejados (...)• »E1 niño que comprueba la
utilidad de su labor, que puede entregarse a una actividad no sólo escolar sino
también social y humana, siente liberarse en su interior una imperiosa
necesidad de actuar, buscar y crear (...). A medida que escriben y ven sus
escritos publicados y leídos, se va despertando su curiosidad, su apetencia de
saber más, de investigar más, de conocer más (...). Buscan ellos mismos,
experimentan, discuten, reflexionan (...). Los alumnos, así tonificados y
renovados, tienen un rendimiento muy superior, cuantitativa y cualitativamente,
al exigido por el viejo sistema represivo. (Mario
Kaplún, Una pedagogía de la comunicación)
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